Hola a todos.
Tengo una tercera entrada "real" de PRELUDIO DEL FIN DE LA TIERRA. LIBRO I: EL PRIMER TRIPULANTE.
Vuelve a tratar de Gabriel, el protagonista del libro. En esta ocasión, Gabriel está ya asentado en el planeta CGT342 (Nueva Esperanza), viviendo en la Ciudad Enterrada y compartiendo experiencias con su amigo Dúminel.
Me puse a escribirla al principio de la tarde y, cuando la acabé, me di cuenta que había escrito demasiado. Es lo que pasa por hacer algo que me gusta: sigo y sigo imaginando hasta que es tarde. Para no aburrir a nadie, voy a publicarla en dos partes: una ahora y la otra mañana o pasado mañana.
Espero que os guste:
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Una mañana me desperté muy temprano con los
ánimos renovados porque, por fin, volvería a salir al exterior después de
varios días sin respirar aire fresco. No es que en la Ciudad Enterrada haya una
atmósfera espesa o el aire que se respira esté turbio, como suele ocurrir
en espacios cerrados. Nada por el estilo: los conductos de ventilación
excavados maestralmente a través de la dura roca impiden que este
fenómeno exista. Mis ansias por salir a la intemperie se debían a poder
sentir, una y otra vez y sin descanso, todo lo que se puede disfrutar con la
vista, el olfato y, sin pecar de ser exagerado, el tacto. Incluso mis oídos, por aquel entonces más agudos que ahora, no paran de recibir las melodiosas sintonías que abundan en Nueva Esperanza y que nunca me
cansaré de percibir cerrando los ojos y dejando que mi imaginación le dé un
sentido abstracto a todo lo que mis neuronas sensitivas captan a mi
alrededor.
Tantos años sin ver otra cosa que pequeñas motas
en la negrura del universo...
Días interminables sintiendo la espesura del
aire y la aparente parquedad de oxígeno a bordo de esta nave...
Tiempo infinito parece ahora el que pasé con el
oído atrofiado debido al constante siseo de los equipos que, dicho sea de paso,
permitieron que me mantuviera con vida...
Y no obstante, agradecido debo estar por esa
forma de vivir que me trajo con vida a este maravilloso lugar.
Después de salir de mi casa, fui al Centro
Enterrado y no dudé en escoger la agricultura como oficio de aquel
día. Hubiera podido salir a pescar en las embarcaciones de pesca o ayudar en
los establos, donde siempre se agradecían manos frescas y mentes despejadas
para lidiar con la dureza y la terquedad de las reses. Pero me decanté por la agricultura porque me daba más libertad para disfrutar el paisaje y la naturaleza.
Dúminel también escogió
el mismo oficio, un gesto que le agradecí enormemente. Llevaba pocos meses viviendo
en la Ciudad Enterrada, y Dúminel era una de las pocas personas con que había
entablado una firme amistad. Supongo que al principio se debió a que desperté
en él la misma curiosidad que sintieron los habitantes al ver a un extraño como
yo. Pero a medida que pasaban los días y la sorpresa de la gente empezaba a
menguar, lo cierto es que Dúminel y yo nos volvimos buenos amigos. ¿Quién iba a
decir que él sería, al cabo de unos meses, una de las personas que
me salvarían de un desagradable desenlace?
No tardamos mucho en recoger el material de
siembra y cosecha y dirigirnos por nuestra cuenta hacia los cultivos de la
Ciudad Enterrada. Fuimos de los primeros en salir al exterior, y nada más pasar
el Brazo de los Clástodes y recibir la luz natural del día, supimos que el día anterior
había llovido torrencialmente. El aire olía a tierra mojada, de las rocas se evaporaba la limpia llovizna que apenas quedaba en su superficie, y, flotando
en el ambiente, había restos de humedad que enfriaban la ya de por sí fresca
mañana. Apretándonos las ropas, Dúminel y yo nos dirigimos entonces hacia
nuestro destino, charlando alegremente y escuchando cómo la vida misma de Nueva
Esperanza nos invitaba a no perdernos detalle alguno de su naturaleza.
Enfilamos el sendero que nos llevaba hacia la zona de cultivos, y no tardamos mucho en divisar las plantaciones de
trigo, los árboles repletos de melocotones, los crecientes racimos de uvas y
las calabazas que asomaban entre la negra tierra. Era un espectáculo para mis
ojos, penosamente acostumbrados a los equipos grises y oscuros que hacían las
mismas funciones a bordo de la nave pero que tan malos resultados habían obtenido.
Fuimos a la cabaña de madera donde estaba el resto de herramientas para
vestirnos como la ocasión requería y calzarnos unas botas de cuero que,
increíblemente, estaban lejos de molestar nuestros pies. Cuando terminamos,
salimos al exterior preparados para meternos de lleno en faena y con la ilusión
puesta en lo agradable que sería trabajar en una mañana como aquella.
Pero nada más salir de la cabaña, nos dimos
cuenta que algo no iba bien. O por lo menos que aquel día no sería una jornada
normal en las apacibles plantaciones de la Ciudad Enterrada. Dúminel fue el
primero en mirar en aquella dirección, e inmediatamente asió mi brazo para
impedir que continuara caminando. Cuando seguí con mis ojos la mirada de mi
compañero, supe lo que él mismo estaba pensando. Nos quedamos paralizados. No
sabría decir quién fue el primero en reaccionar. A mí me embargó en primera
instancia la sorpresa al ver un animal de semejante tamaño, aunque admito que
al principio no supe qué era exactamente lo que estaban viendo mis ojos.
– Es un rocty – anunció Dúminel, aunque pude
deducirlo por mí mismo por el sonido que hacía al respirar, el tamaño de su
cuerpo, el color de su piel y los dos cuernos que coronaban su hocico –.
Atrás. No hagas ruido.
Tampoco pretendía hacerlo, aunque dudo que
hubiera podido de haber sido consciente de mis movimientos. En mi mente
solo había concentración para admirar un mastodonte como aquel. No me cabe duda que ese es el
adjetivo correcto para describir un animal como el que vimos aquel día Dúminel y yo. El
Ordenador Principal está de acuerdo conmigo en pensar que el rocty es el
homólogo del rinoceronte en la Tierra y que la evolución decidió modificar
su forma de lanzar los dados en cada planeta obteniendo el resultado que tenía
ante mí. Claro que esa mañana, estupefacto ante la maravilla animal que comía a
escasos metros de distancia, no pude detallarlo tanto como puedo hacer ahora,
después de haber usado el mini-Terminal y las sondas en diversas ocasiones para
estudiarlo.
Sus patas traseras son más gruesas que las delanteras, más
estilizadas y manchadas con tintes claros; un atributo de carácter sexual que
juega un papel importante en su apareamiento. Sus afilados y robustos cuernos
se ubican a ambos lados de la cara, al contrario que los rinocerontes
terrestres cuyos cuernos dobles crecen uno delante del otro. El cuerpo es
redondeado, fuerte y gris, aunque sé de algunos ejemplares negros como el
carbón que suelen ser los dominantes de la manada. Su piel áspera refleja la
luz de la estrella E856 como si fuera un mar de plata bajo los hipnotizantes
rayos de la Luna en la Tierra y de Lasre en Nueva Esperanza.
Pues bien, aquella mañana el rocty que decidió
visitar los cultivos estaba, y menos mal, demasiado ocupado en dar buena cuenta
del follaje de los olivos que crecían junto al trigo. Digo bien "y menos
mal", porque son popularmente conocidos por su violencia ante cualquier
ser vivo que aparezca en su campo de visión lo suficientemente grande como para
ser presa fácil para sus dos potentes cuernos.
Dúminel hizo de mi salvador
particular (la primera vez de muchas) y me arrastró hacia el interior de la
cabaña. Empezó a susurrar (más bien a balbucear) palabras de cautela, sin darse
cuenta que él mismo temblaba más que yo. ¿Lo que más temíamos? Una repentina
estampida de la gigantesca mole viviente que comía relajadamente frente a
nosotros. No sé si al haber descrito al rocty con estos adjetivos haya dado una
idea de lentitud o parsimonia del animal. ¡Todo lo contrario! Su fiereza e
ímpetu son tales que poco puede hacer una persona normal ante sus
exageradas energías. Al menos eso es lo que dicen todos los que han tenido la suerte (la "buena suerte" según mi punto de vista) de
toparse con un rocty y verlo en acción.
Retrocedimos poco a poco, paso a paso. Como si
estuviéramos haciendo equilibrio en un puente demasiado delgado. Llevábamos las
manos cargadas con herramientas, la mayoría metálicas, e intentábamos que
no chocaran unas con otras para no hacer ningún sonido que perturbara la calma
del rocty. Dúminel iba delante... más bien retrocedía detrás de mí. No
nos atrevíamos a girarnos y darle la espalda al animal. Dimos unos cuantos
pasos más, y entonces Dúminel dejó escapar un sonido. Más bien fueron sus pies,
calzados con las botas, que al pisar sobre las piedras que rodeaban la cabaña
emitieron un sonido atronador en nuestros oídos. Era el sonido que emiten esas piedras pequeñas
y blancas que, amontonadas, chocan unas con otras y emiten un ruido seco.
Al escuchar el primer sonido, Dúminel y yo nos
detuvimos al instante. Nuestros corazones empezaron entonces a martillear
nuestro pecho como si se tratara de un concierto de truenos acompasados por el ritmo de los nervios. Fue precisamente el miedo lo que hizo que se me cayeran las herramientas de la mano, provocando el mayor estallido que jamás haya escuchado. O al menos así me pareció en aquel momento, petrificado ante la idea de ver un rocty corriendo desbocado hacia mí apuntándome con sus dos cuerdos.
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Mañana publicaré el final.
¡Un saludo!
David Feijoo de Azevedo
Me ha encantado, primero, cómo recreas la atmósfera de claustrofobia física y psíquica que durante tantos años convivió con Gabriel, lo que se traduce en esa capacidad de apreciar su entorno. A propósito de eso, estupendas descripciones, ya que las sensaciones van acorde con la naturaleza que se van revelando.
ResponderEliminarY por otro lado, encantada de conocer un poco más de la fauna de Nueva Esperanza, cada mundo tiene la suya y es una parte vital, además de muy entretenida y que da mucho juego. A ver cómo sale Gabriel de esta!!
Muchos besos!
Hola mono Gretel,
EliminarGracias por tus comentarios. Me alegra que te haya gustado. Si sigues así, igual te animas a leer el libro.
Si quieres ver como acaba, hoy se publicó la continuación.
Espero que la disfrutes.
Un saludo